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Para jóvenes

Cómo dejé de pelear con mi hermana

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 27 de julio de 2020


Mi hermana y yo no nos llevábamos bien. Ella era desordenada y yo ordenada. No teníamos intereses en común y nos costaba relacionarnos. Parecía que lo único que hacíamos era discutir y pelear.

Un día, fui a buscar una falda que me quería poner, y la encontré hecha un bollo toda arrugada en el piso del armario. Mi hermana la había desechado después de usarla. Ni siquiera me había preguntado si podía usarla, y después, cuando finalmente la devolvió, ni se preocupó por colgarla. Para mí, que soy tan prolija, esto era más que ofensivo.

Furiosa, recogí la falda del piso y fui a usar la tabla de planchar en el sótano. Lloraba de frustración y enojo. No me gustaba mi hermana, pero lo peor era el sentimiento desconocido que sentía: Me di cuenta de que en ese momento yo tampoco me quería a mí misma ni mi forma de pensar.

Como estudiante de la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, había aprendido la importancia de las enseñanzas de Jesús, entre ellas el perdón y la exigencia de amar. Sin embargo, Jesús hizo más que simplemente decirles a sus seguidores que debían perdonar y amar. Les mostró porqué y cómo podían hacerlo: Cada uno de nosotros es el hijo de Dios, el Amor divino, es decir que la capacidad de amar está incluida en quienes somos.

Realmente en ese momento no me sentí muy amorosa. Me sentía totalmente justificada en sentirme enojada y en tener todos esos pensamientos negativos acerca de mi hermana que rondaban mi cabeza. No obstante, mientras estaba parada allí en el sótano, algo dentro de mí cambió. Me embargó una hermosa sensación de paz. Al pensar en ello, sé que aquel momento fue una oración respondida, porque debajo de la ira y la frustración estaba el verdadero deseo de amar a mi hermana y vivir como la hija del Amor que Dios me había creado que fuera.

Los malos sentimientos desaparecieron. Reconocí claramente que podía ser la persona llena de amor y capaz de perdonar que quería ser, porque esa era la identidad que Dios me había dado. La forma de actuar de mi hermana no podía cambiar el hecho de que yo reflejaba el Amor. Eso fue muy liberador.

A partir de ese momento, mi relación con mi hermana fue diferente. Sentí un amor genuino por ella, y el agradable sentimiento de mi propia pureza y gentileza llenó mi corazón. En realidad, no hemos vuelto a discutir, e incluso hemos llegado a ser muy buenas amigas.

¿Qué pasó? Aquel día en el sótano aprendí que mi felicidad, paz y capacidad de amar no depende de cómo actúan los demás. Esto no quiere decir que el mal comportamiento de otros esté bien o que simplemente tenemos que soportarlo. Pero he descubierto que todo lo bueno que somos depende solo de Dios, y cuando reconocemos esto, podemos sentir alegría y contentamiento pase lo que pase. Descubrí que el amor es un regalo de Dios. Es nuestro y nunca nos lo pueden quitar. Somos la expresión del Amor y siempre lo seremos.

Ese punto decisivo en mi relación con mi hermana fue muy importante. Pero más aún fue el fundamento que esta experiencia estableció para toda mi vida. Llegué a comprender que la ira, los sentimientos heridos y la autocompasión no dan la satisfacción que parecen prometer. De hecho, lo único que hacen es oscurecer la amorosa y amable identidad espiritual que nos pertenece como hijos de Dios. Por el contrario, recurrir a Dios y escucharlo en los momentos difíciles nos capacita para ver el bien en todos más fácil y completamente. Y esto a su vez abre la puerta al poder del Amor, el cual nos restaura y sana nuestras relaciones. 

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