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La ley de Dios que todo lo ajusta

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 14 de junio de 2019

Este artículo, que se ha vuelto a traducir, fue originalmente publicado en español en línea el 7 de diciembre de 2015.


El hombre vive por decreto divino. Dios lo creó, lo gobierna, sostiene y controla conforme a Su ley. Ley significa o implica una regla establecida y mantenida por el poder; es aquello que tiene permanencia y estabilidad, que es invariable, que no cede y es continuo; aquello que es lo “mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). La eficacia de una ley depende enteramente del poder que se encarga de que se cumpla. Una ley (así llamada) que no puede imponerse no es ley ni se relaciona de ninguna manera con la ley. Dios es el único creador, el único legislador. “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:3). Todo poder, acción, inteligencia, vida y gobierno en el universo pertenecen a Dios y siempre Le han pertenecido. Él es el Gobernante Supremo y no comparte Su poder con nadie.

Pablo dijo: “La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2). Nosotros también sabemos que “la ley del Espíritu de vida” nos libera de “la ley del pecado y de la muerte”. ¿Por qué? Porque todo el poder que existe está en la ley de la Vida, y aquello que se opone a esta ley de la Vida no es ley en absoluto; es tan solo una creencia. En otras palabras, toda ley de Dios tiene el respaldo del poder infinito para hacer que se cumpla, mientras que la supuesta ley del pecado y de la muerte carece de fundamento, no tiene nada en qué apoyarse ni de qué depender.

Cuando declaramos con comprensión que la ley de Dios está presente y activa, invocamos o ponemos en acción toda la ley y el poder de Dios. Hemos declarado la verdad, la verdad de Dios, y esa verdad de Dios es la ley que aniquila, anula y elimina todo lo que sea desemejante a Él. Cuando declaramos esta verdad y la aplicamos, como enseña la Ciencia Cristiana, a cualquier creencia discordante que enfrentamos, hemos hecho todo lo que podemos hacer y todo lo que necesitamos hacer para eliminar cualquier manifestación del error que pretende existir. El error no tiene lugar en la Mente divina y pretende existir en el pensamiento humano. Cuando lo expulsamos del pensamiento humano, lo echamos fuera del único lugar en el que pretendía afianzarse, y a partir de allí queda para nosotros reducido a la nada.

Hay una ley de Dios que se aplica a toda fase concebible de la existencia humana, y no existe situación ni condición que se presente en el pensamiento mortal que pueda estar fuera de la influencia directa de esta ley infinita. El efecto del funcionamiento de una ley es siempre el de corregir y gobernar, de armonizar y ajustar. Todo lo que esté fuera de orden o sea discordante no puede tener Principio propio en qué basarse, sino que debe someterse al gobierno directo de Dios mediante lo que podríamos llamar la ley de Dios que todo lo ajusta. Nosotros no somos responsables del cumplimiento de esta ley. De hecho, no hay nada que podamos hacer para acrecentar, estimular o intensificar la acción o función de la Mente divina, dado que está constantemente presente y siempre activa, y jamás deja de reafirmarse y manifestarse cuando apelamos a ella correctamente. Lo único que debemos hacer es poner científicamente esta ley que todo lo ajusta en contacto con el problema que debemos resolver, y cuando lo hacemos hemos cumplido con nuestra obligación. Alguien tal vez diga: “¿Cómo puede la ley de Dios, que funciona mentalmente, afectar mi problema que es físico?”. Esto se entiende fácilmente cuando se comprende que el problema no es físico, sino mental. Primero debemos saber que todo es Mente y que no existe tal cosa como la materia, y de ese modo excluir del pensamiento el sentido material que ocasiona el problema.

La palabra “enfermedad” viene del latín infirmitas, que quiere decir “debilidad o falta de vigor”; malestar, desasosiego, trastorno, inquietud, molestia, lesión. Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, dice: “La enfermedad es una imagen exteriorizada del pensamiento. El estado mental es llamado un estado material. Todo lo que se abriga en la mente mortal como condición física se proyecta en el cuerpo” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 411). Esto se aplica también al calor, al frío, al hambre, a la pobreza y a cualquier otra forma de discordancia, las cuales son mentales, por más que la mente mortal las considere estados materiales. De manera que es fácil comprender cómo la ley de Dios, que es mental, puede aplicarse a un problema físico. 

En realidad, el problema no es físico, sino puramente mental, y es el resultado directo de algún pensamiento albergado en la mente mortal. Si un hombre se estuviera ahogando en medio del océano, sin ningún auxilio humano evidente a mano, hay una ley de Dios que, al invocarse correctamente, haría posible su rescate. ¿Duda de esto el lector? Quiere decir entonces que cree posible que el hombre se halle en una situación en la que Dios no puede ayudarle. Si uno estuviera en un edificio en llamas o en un accidente de ferrocarril, o si se encontrara en un foso de leones, existe una ley de Dios que podría ajustar de inmediato las aparentes circunstancias materiales para liberarlo por completo.

No es necesario que sepamos en cada caso específico en qué consiste esta ley de Dios ni cómo ha de funcionar, y tratar de averiguarlo sólo obstaculizaría su funcionamiento e impediría la demostración. Es necesario rechazar instantáneamente todo temor de nuestra parte de que la Mente divina no sepa del apuro en que nos encontramos, o que la sabiduría infinita carezca de la inteligencia necesaria para hacer posible nuestro rescate. En la página 62 de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, la Sra. Eddy escribe: “La Mente divina, que forma el capullo y la flor, cuidará del cuerpo humano, así como viste el lirio; pero que ningún mortal interfiera en el gobierno de Dios imponiendo las leyes de los conceptos humanos que yerran”. El problema es que por lo general deseamos saber precisamente cómo nos auxiliará Dios y cuándo se producirá el buen resultado deseado; recién entonces lo examinaremos y decidiremos si estamos o no dispuestos a confiar nuestro caso a Su cuidado.

Veamos entonces dónde opera la ley de Dios que todo lo ajusta. Dios no necesita ajuste alguno. Lo único que requiere ajuste es la consciencia humana; pero a menos que la consciencia humana recurra a la ley divina, a menos que esté lista y dispuesta a abandonar su propio sentido de voluntad humana y deje de hacer sus propios planes, y ponga a un lado el orgullo, la ambición y la vanidad humanas, no hay lugar para que la ley que todo lo ajusta entre en acción.

Cuando en nuestra impotencia lleguemos al punto de comprender que por nosotros mismos nada podemos hacer e invoquemos a Dios para que nos ayude; cuando estemos listos para demostrar que estamos dispuestos a abandonar nuestros propios planes, nuestras propias opiniones, nuestro propio concepto de lo que creemos debiera hacerse bajo las circunstancias, y no temamos las consecuencias, entonces la ley de Dios se hará cargo de la situación y la remediará. No obstante, no podemos esperar que esta ley funcione en nuestro provecho si abrigamos alguna idea preconcebida de cómo debe resolverse el asunto. Debemos abandonar por completo nuestro propio punto de vista y declarar: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Si damos este paso con toda confianza, plenamente convencidos de que Dios es capaz de remediar cada circunstancia, entonces ningún poder en la tierra será capaz de impedir el ajuste natural, justo y legítimo de toda condición discordante. 

Esta ley que todo lo ajusta es la ley universal del Amor que bendice a todos por igual. No quita a uno para dar a otro. No se niega a actuar bajo ninguna circunstancia, sino que está lista y a la espera para entrar en acción tan pronto como se la invoque y se ponga de lado la voluntad humana. “Todo lo que mantiene el pensamiento humano en línea con el amor abnegado recibe directamente el poder divino” (Ciencia y Salud, pág. 192), dice nuestra Guía. Cuando llegamos al punto donde con plena confianza y seguridad podemos encomendar todo a la ley de Dios que todo lo ajusta, esta nos liberará inmediatamente del sentido de responsabilidad personal, disipará la ansiedad y el temor, y nos dará paz y consuelo, así como la certeza de que Dios cuida de nosotros y nos protege.

Cuando estamos dispuestos a dejar que Dios controle con Su ley que todo lo ajusta cada situación en que nos encontremos, esta disposición de nuestra parte es seguida siempre por la más satisfactoria y reconfortante sensación de paz y alegría. Cuando entendemos que la Mente infinita es quien gobierna el universo, que cada idea de Dios está por siempre en su lugar adecuado, que no puede surgir condición ni circunstancia alguna a través de la cual pueda una equivocación encontrar cabida en el plan de Dios, es que obtenemos la plena certeza de que Dios puede ajustar todo como debe ser. El hecho es que todo ya está en el lugar que corresponde; que no puede ocurrir en realidad ninguna interferencia o falta de ajuste. Sólo para el sentido humano no iluminado puede existir una discordancia. El universo de Dios está siempre en ajuste perfecto, y todas Sus ideas actúan conjuntamente en perfecta y perpetua armonía.

Cuando estemos dispuestos a abandonar nuestro propio sentido temeroso e incierto de las cosas y a dejar que la Mente divina gobierne, entonces, y solo entonces, veremos que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28). La discordancia que parece existir es sólo lo que cree la mente mortal, ya sea que se trate de enfermedad, aflicción, molestia o cualquier clase de problema. Cuando estemos dispuestos a renunciar a nuestros actuales puntos de vista, aun cuando creamos que estamos en lo cierto y que otro está equivocado, no nos perjudicará dejar de lado nuestras opiniones humanas, sino antes bien, hallaremos que la ley de Dios ya está dispuesta y activa y se ocupa de ajustar como es debido todo lo concerniente al caso. A veces, cuando sentimos que se nos oprime o que se abusa de nosotros, puede parecernos difícil dejar de resistir, pero si nuestra fe en el poder de la Verdad para ajustar todas las cosas es suficiente, deberíamos agradecer la oportunidad de renunciar a nuestros deseos y cifrar nuestra confianza en la sabiduría infinita que ajustará todo conforme a su propia ley infalible. En la Mente divina no existe el fracaso. Dios jamás es derrotado, y aquellos que permanecen con Él siempre recibirán los beneficios que aporta la victoria sobre el error.

¿Qué debemos hacer entonces cuando nos hallamos envueltos en una controversia, en una disputa, o en cualquier situación desagradable? ¿Qué debemos hacer cuando se nos ataca o difama, cuando se dicen falsedades o se abusa de nosotros? ¿Es que debemos esforzarnos por pagar con la misma moneda? Eso no sería recurrir a la ley de Dios que todo lo ajusta. Siempre que tratemos de arreglar la dificultad nosotros mismos, estaremos interfiriendo con el funcionamiento de la ley de Dios. En circunstancias como esta nada ganaríamos con defendernos. Sólo mostramos flaqueza humana cuando tomamos el asunto en nuestras propias manos y tratamos de castigar a nuestros enemigos o de salir del problema por nuestros propios medios.

Cuando parece haber dos maneras distintas de resolver algún problema de negocios o de cualquier otra fase de la vida, y optamos por la forma que nos parece mejor, ¿cómo podemos saber, cuando son tantos los argumentos en contra, si nuestra decisión está basada en la Verdad o en el error? He aquí una cuestión que sólo puede resolverse mediante la demostración de la ley de Dios que todo lo ajusta. Hay ocasiones en que la sensatez humana resulta inadecuada para determinar cuál es la forma correcta de resolver un problema. En tales circunstancias debemos orar con humildad pidiendo a Dios que nos guíe, y luego adoptar aquello que parece estar de acuerdo con nuestro más elevado concepto de lo que es correcto, sabiendo que la ley de Dios que todo lo ajusta regula y gobierna todas las cosas. Y aun cuando nuestra decisión esté equivocada, como Científicos Cristianos tenemos el derecho de saber que Dios no permitirá que continuemos equivocándonos, sino que nos mostrará cuál es el curso correcto y nos obligará a seguirlo.

Cuando llegamos al punto en que estamos dispuestos a hacer lo que nos parece mejor y encomendamos luego el problema a Dios, sabiendo que Él ajustará todo conforme a Su ley invariable, entonces podemos apartarnos totalmente de todo el asunto, desechar todo sentido de responsabilidad y sentirnos seguros, sabiendo que Dios corrige y gobierna todas las cosas con justicia. Lo único que debemos hacer es aquello agradable a la vista de Dios, aquello que cumple con Sus preceptos divinos. Si se hablare mal del bien que hacemos, esto en nada afecta la situación puesto que Dios no nos hace responsables de lo que hacen los demás. Nuestra responsabilidad cesa cuando hemos cumplido con lo que el bien nos exige, y allí podemos entonces dejar el asunto. No hace ninguna diferencia lo que esté en juego o lo que implique; si logramos apartarnos de lo que debe resolverse, quedaremos entonces satisfechos con lo que declara el profeta: “…la batalla no es de ustedes, sino de Dios… quédense quietos y observen la victoria del Señor” (2 Crónicas 20:15, 17, NTV).

No podemos esperar a resolver este sentido humano de la existencia sin cometer equivocaciones. Puede que cometamos muchas, pero de todas ellas aprenderemos buenas lecciones. Tenemos la libertad de cambiar nuestra opinión de las cosas con tanta frecuencia como sea necesario a medida que las comprendamos mejor. No debiéramos permitir que nuestro vano orgullo nos obligue a aferrarnos a una proposición simplemente porque hemos tomado tal decisión. Debemos estar dispuestos a abandonar nuestros puntos de vista y a cambiar nuestra opinión respecto a cualquier asunto, tan a menudo como la sabiduría nos ilumine el pensamiento y nos guíe a hacerlo.

A veces se acusa a los Científicos Cristianos de ser variables. ¿Y eso qué importa si es siempre Dios quien los hace cambiar de opinión? ¿Es un Científico Cristiano menos científico porque cambia de parecer? ¿Es un general menos apto para dirigir su ejército si en medio de la batalla la sabiduría lo induce a cambiar sus tácticas? Tener una determinación demasiado firme para llevar a cabo un plan preconcebido, puede deberse más bien a la entronización de la errada voluntad humana.

Los Científicos Cristianos son milicianos, armados y equipados para responder a cualquier llamado de la sabiduría, invariablemente listos y dispuestos a abandonar las opiniones o puntos de vista personales, y a permitir que haya en ellos esa Mente “que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5).

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