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Nacimiento virginal: más allá de la historia, una idea espiritual activa

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 9 de agosto de 2018


Cuando una nueva idea espiritual es traída a la tierra, la palabra profética de Isaías nuevamente es cumplida: “Un niño nos es nacido,… y se llamará su nombre Admirable”.Ciencia y Salud por Mary Baker Eddy, pág. 109

Difícilmente haya un suceso más preciado y sagrado en la historia cristiana que el nacimiento virginal de Cristo Jesús. Nada puede privar a este suceso de su singularidad, su lugar fundamental en la teología del cristianismo, o su significado tan especial para el cristiano.

No obstante, la teología de la Ciencia Cristiana muestra la importancia imperecedera de este histórico suceso y explica que el nacimiento virginal no fue un milagro, no fue una desviación de la ley natural, sino una prueba de la Ciencia de la verdadera creación, en la que Dios, el Espíritu, es el único origen y continuidad del hombre y del universo. La Sra. Eddy, su Descubridora, explica: "Aquellos instruidos en la Ciencia Cristiana han alcanzado la gloriosa percepción de que Dios es el único autor del hombre. La Virgen-madre concibió esta idea de Dios, y le dio a su ideal el nombre de Jesús, es decir, Josué, o Salvador” (Ciencia y Salud, pág. 29).

Esto no sugiere que los Científicos Cristianos esperan que la generación física se repita de esta forma. Todo lo contrario. Uno de los biógrafos de la Sra. Eddy escribe: “Aunque el histórico nacimiento virginal desempeñó un papel clave en la teología de la Sra. Eddy, ella consideraba que era un suceso único que se relacionaba con el carácter tan singular de la misión de Jesús” (Robert Peel, Mary Baker Eddy: The Years of Authority. New York: Holt, Rinehart and Winston, 1977, p. 423). Pero si bien esta prueba única de la eterna unidad del hombre con Dios puede estar indiscutiblemente localizada dentro del marco del tiempo, las leyes comprendidas en la Ciencia de la creación lo trascienden. Y en esta era, entre sus frutos, se encuentran las demostraciones prácticas de la curación cristiana que surgen de la oración científica.

De hecho, la humanidad está, en cierto grado, de acuerdo con la ley de la creación espiritual cuando abraza el concepto de la oración. La oración significa estar dispuesto a apartarse de la causa humana y volverse a Dios. Reconoce la unidad del hombre con Dios y admite la posibilidad de que la comunicación divina llegue a la consciencia humana. Se puede decir que toda “nueva idea espiritual” nacida de dicha comunicación es original, y en cierto sentido es un “nacimiento virginal”.

Pero las limitadas concesiones que se hacen al origen espiritual no son suficientes. Si la humanidad debe sentir que su relación con la divinidad es constante y la salva por completo del mal, entonces la causa espiritual, la única verdad de la creación y el punto de partida de todo pensamiento y acción reales, no puede percibirse como algo que meramente coexiste con el universo físico real. Entender que la religión ortodoxa no está de ninguna forma incómoda con la idea básica de la intervención divina — la unidad ocasional con Dios— debería despertar a los Científicos Cristianos para que se pregunten por qué; y luego se eleven a las sagradas alturas del significado del nacimiento virginal.

Después de todo, los escribas y los fariseos de la época de Jesús no cuestionaron la prueba después de la demostración bíblica de que se podía depender del poder espiritual para ayudar, a todas luces, a los hombres en lo que parecía ser su propio poder para crear y perpetuar la vida. Ellos estuvieron de acuerdo en que Dios capacitó a Sara y a Abraham para tener a Isaac cuando eran ya mayores; que Dios abrió los vientres de Raquel y Ana. Pero este mismo pensamiento despreciaba la idea de la filiación divina pura, y crucificaron al hombre que la encarnó y enseñó. ¿Por qué?

Quizás tenga que ver con una mala interpretación básica. Al interpretar erróneamente los sucesos del Antiguo Testamento y las curaciones (incluidas las de Jesús) y decir que Dios interviene para ajustar, multiplicar y sanar la materia, la mente carnal podía salirse con la suya al creer que tanto la materia como el Espíritu eran reales y podían combinarse. Es sobre todo el advenimiento, la vida y las enseñanzas del puro Jesús, iluminadas por la Ciencia Cristiana, lo que fuerza al pensamiento mortal a enfrentar la interpretación correcta de los milagros y las curaciones; a reconocerlos como pruebas de que la vida y la inteligencia materiales no son absolutamente nada. La Sra. Eddy explica: “Este pensamiento acerca de la nada material humana, que la Ciencia inculca, encoleriza la mente carnal y es la causa principal del antagonismo de la mente carnal” (Ciencia y Salud, pág. 345).

A lo largo de los siglos, la mente carnal ha encontrado innumerables formas de evitar el hecho de que ella misma es nada. Con el tiempo, encontró una forma de ajustar la teología cristiana al nacimiento virginal de Jesús destacando su naturaleza histórica única, en lugar de ser más bien un mensaje espiritual eterno. Es cierto, Jesús fue el “Hijo unigénito”, pero también fue el ejemplo terrenal supremo de la verdad de que, espiritualmente, cada uno de nosotros es ahora mismo el hijo de Dios, el linaje inocente del Amor.

En épocas recientes, algunos teólogos han cuestionado la factibilidad del nacimiento virginal mismo. Pero nada puede ocultar para siempre el hecho de que el nacimiento virginal sí ocurrió y señaló el fin de todo compromiso con la creencia en la materia inteligente. La ley viviente de la creación espiritual ilustrada por el nacimiento virginal es la base de la demanda ineludible impuesta a cada uno de nosotros de que dejemos de conformarnos al mundo y “[nazcamos] de nuevo”. También es la clave para ahondar profundamente en el problema del mal y el conflicto y traer salvación a la humanidad.

El nacimiento virginal y la salvación individual

El nacimiento virginal ofrece la evidencia definitiva de que la doctrina del pecado original es falsa, cuando se comprende que este nacimiento es una ilustración de la existencia original y pura de toda la creación. Demuestra que toda individualidad real tiene un solo antecedente: Dios, el Espíritu. Prueba que toda individualidad impartida por el único Padre-Madre es pura, y no es formada ni tocada por la genética, el azar o la herencia; y que cada consciencia otorgada por el Alma —jamás condicionada por las experiencias pasadas— no es ni contaminada ni atormentada por los errores cometidos, la desobediencia, la culpa o la condena.

Puesto que estos hechos espirituales de la creación son la realidad, se entiende que la mortalidad es una ilusión. Por lo tanto, la exigencia humana, cumplida únicamente mediante el poder puro del Cristo del Amor, es ver más allá de la ilusión impuesta por la mente carnal de que somos entidades materiales separadas del Amor divino, y descubrir nuestro verdadero ser como semejanza de Dios. Debemos “nacer de nuevo”.

Y ¿qué otra cosa puede ser este nuevo nacimiento, sino el fruto del nacimiento virginal de las ideas espirituales —ideas concebidas y nacidas del Espíritu— que gradual pero totalmente redimen la consciencia humana del error?

Tal vez la idea fundamental de la regeneración cristiana es clara para nosotros, pero el verdadero problema es cómo pasar de la voluntad y sensualidad egocéntricas al poder totalmente espiritual que transforma la vida humana, nos sana y finalmente nos eleva fuera de la mortalidad. ¿Cómo nos centramos en la Ciencia de la creación que trajo a Jesús y que da lugar a toda idea que redime y sana?

El hecho es que a medida que estamos más dispuestos a cambiar la creencia en un ego personal que se justifica a sí mismo por el concepto verdadero del hombre como idea del Amor, esta Ciencia se acerca a nosotros. Y la tarea sagrada tanto de hombres como de mujeres es ceder a este poder del Cristo que alborea y eleva la individualidad espiritual, especialmente la femineidad espiritual, y nos prepara para someternos al amor que eclipsa y al poder creativo del Espíritu Santo. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”, le explicó el ángel Gabriel a María, “y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”. A lo que María respondió, con palabras simples y conmovedoras cuyo resultado sacudió todo el fundamento de la teoría genética y atómica: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:35, 38).

En el ejemplo de elevada femineidad de María, comenzamos a comprender las cualidades de pensamiento y carácter capaces de recibir la concepción del hombre como la idea del Amor: fe y confianza absolutas en Dios, valor notable, expectativa de bien como la de un niño, obediencia desinteresada, pureza de corazón, mansedumbre, receptividad que no ofrece resistencia. La consciencia de María en ese momento fue la incorporación misma de esas bienaventuranzas que más tarde iniciaron el Sermón del Monte y marcarían para siempre la forma de vencer al mundo. Ciertamente, esta ingenuidad —este humilde sentimiento de individualidad que sabe que no puede hacer nada sin Dios— es, como siempre, “despreciado y desechado entre los hombres” (Isaías 53:3). No obstante, es la única actitud que demuestra nuestra unidad con Dios y permite que el Espíritu Santo penetre la consciencia humana con la ley creativa espiritual que se abre paso por los patrones de pensamiento hereditarios.

Puesto que esta consciencia elevada es el “vientre” donde la idea infantil de nuestra identidad pura y original está amaneciendo, necesitamos proteger nuestro nuevo nacimiento con pureza de pensamiento. Es aquí donde el nacimiento virginal de ideas espirituales en nosotros comienza su inevitable coincidencia con las necesidades de la humanidad, con el cuerpo universal del pensamiento humano. No podemos rodear la idea infantil de nuestra identidad espiritual con pureza mental, sin sentir la unicidad y totalidad del amor imparcial de Dios que nos abraza a todos simultáneamente. Dado que, en verdad, cada uno de nosotros individualiza totalmente a la Mente divina, la sustancia de nuestra propia identidad real consta de la consciencia pura de todas las ideas amadas de la Mente. Falsamente concebimos nuestra propia sustancia y comprendemos erróneamente el nuevo nacimiento cuando dejamos de amar a otro como a nosotros mismos.

Al mismo tiempo, el amor intransigente necesario para ser testigo de las ideas nacidas en el cielo nos enseña que es necesario ayunar de la creencia de que el mal pueda tener cualquier presencia o fuerza verdadera con la cual invadir y dividir la verdadera pureza, la unicidad del bien. Nuestro desarrollo espiritual se mantiene puro en la medida en que rechazamos el dualismo que pretende que tanto el bien como el mal son reales, y liberamos nuestro pensamiento de la forma de pensar anticristiana y perversa. El Espíritu, el bien, es infinito. En verdad, no existe ninguna oposición a este hecho ni conflicto dentro de su totalidad.

El nacimiento virginal y la salvación universal

El nacimiento virginal de Cristo Jesús es ciertamente una de las pruebas más importantes y concretas en la historia de la unicidad de la existencia real. Traza una clara línea de distinción entre lo que es verdad y lo que no lo es, entre la irrealidad de la materia y la realidad del Espíritu. Muestra que la causa espiritual es el fundamento que salva a la humanidad de todo mal; de toda la masa del error que proviene de la creencia en que la materia es la base de la vida. Esta última creencia en múltiples orígenes —en la materia viviente inteligente, o magnetismo animal— establecería una creación en perpetuo e inevitable conflicto. La creencia en más de una Mente pone los cimientos para la incesante polarización de la vida y el pensamiento humanos. Varón y hembra, ciencia y arte, ciencia y religión, creatividad y estabilidad, amabilidad y poder, sentimiento e intelecto, inocencia y madurez, con frecuencia parecen estar en oposición uno con otro; y solo la verdad de que la materia es nada y el Espíritu es todo puede resolver este conflicto.

La Sra. Eddy escribe: “Sólo una de las declaraciones siguientes puede ser verdadera: (1) que todo es materia; (2) que todo es Mente. ¿Cuál de ellas es?” (Ciencia y Salud, pág. 270). Esta declaración intransigente pone al descubierto la incongruencia de pensar que podemos continuar viviendo al unirnos ocasionalmente con Dios, según implica la intervención divina. Como Jesús advirtió, no podemos “servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24). El hecho de la existencia es que la materia y el Espíritu (por ser opuestos) no pueden morar juntos; algo tiene que ser todo. La mente carnal afirma que la materia es la naturaleza y esencia de todo lo que es real. Esta pretensión es representada por varios sistemas ateos como son el materialismo dialéctico y el materialismo científico, y estos sistemas de pensamiento hacen presa, se alimentan y crecen del conflicto y la separación. Incorporan la lujuria de la mente carnal de aferrarse a la vida en la materia, su necesidad de negar la idea divina de la unicidad, y su intención de devorar todo aquello que se le oponga. El materialismo ateísta representa la total aceptación de la evidencia material. Su opuesto, y su destructor, no puede ser, por lo tanto, ningún sistema o teología que mezcle de una forma no científica la materia y la voluntad humana con el Espíritu. Y debido a este dualismo, esta concepción contaminada, no abraza ningún pensamiento de la totalidad del Espíritu, y debe inevitablemente ser devorada por la pretensión del mal de que es todo.

Para que la consciencia humana comience a alcanzar la impecabilidad —la unidad y paz— que representa la unicidad divina, debemos abrazar la verdad de la totalidad de Dios que enseña la Ciencia Cristiana. Es la idea pura de la totalidad del Espíritu, el bien, lo que destruye el conflicto y el temor al mismo, en el pensamiento individual y en el universal, y en todo el cuerpo de la humanidad.

En este momento el mundo parece más polarizado que nunca. La humanidad se centra temerosa en el espectro de la destrucción total. El terrorismo, las guerras, la adicción, los temas y enfermedades que rodean a la sexualidad humana, la delincuencia, la separación en las familias, la abolición de los derechos legales y morales de todos los seres vivientes —todos los síntomas del conflicto individual y colectivo— constituyen la negación de parte de la mente carnal de la unicidad de la existencia real. Es por esta razón que la teología pura implícita en el nacimiento virginal es tan esencial, porque mientras persista la creencia en la realidad de la materia, deberá haber conflicto. No podemos ser tan ingenuos de continuar creyendo que el mundo está lidiando meramente con un conflicto entre el bien y el mal humanos. Hemos visto que, en el contexto de la creencia en varias causas, hasta el bien patente es inevitablemente polarizado. Por lo tanto, la bondad humana no es suficiente para redimir el conflicto. La verdadera redención es, como se prometió, tarea del Salvador, el Cristo, que revela la idea pura e infinita de la totalidad y unicidad de la Mente.

Las notables palabras con que comienza “la declaración científica del ser” en Ciencia y Salud encienden un fuego nuevo, a medida que reconocemos más plenamente lo que las mismas significan para la salvación de la humanidad. Las palabras nos dicen: “No hay vida, verdad, inteligencia ni sustancia en la materia. Todo es la Mente infinita y su manifestación infinita, pues Dios es Todo-en-todo” (Ciencia y Salud, pág. 468).

Y Jesús, sabiendo y probando que todos somos las hijas e hijos amados de Dios, expresó las sorprendentes palabras que para el fin de los tiempos profetizan nuestra demostración, tanto del origen espiritual como de la hermandad universal. Él oró: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre” (Mateo 6:9).

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