Skip to main content Skip to search Skip to header Skip to footer
Original Web

¿Qué impulsa a afiliarse a la iglesia?

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 7 de noviembre de 2019


Nos habíamos mudado hacía poco a una nueva ciudad e instalado en un complejo de apartamentos donde había otros padres jóvenes con bebés y niños pequeños, y todos nos habíamos hecho amigos. Una mañana, estaba tomando un café con la vecina de al lado, cuando me dijo que nosotros éramos la única familia que asistía a la iglesia los domingos. Ella siempre nos veía salir cuando sacaba su perro a caminar, y comentó: “Para nosotros los domingos son para relajarse”. 

Hacíamos muchas cosas con nuestros vecinos, pero cuando un domingo no fuimos con ellos a una excursión para bajar por el río en cámaras de aire, mi vecina me preguntó: “¿Por qué es tan importante para ti sentarte en un banco todos los domingos?”.

Jamás olvidaré mi honesta respuesta: “Es la única hora a la semana en la que no necesito atender a mis pequeños (nuestro precioso niño y nuestro bebé), y puedo sentarme en silencio con mis pensamientos y recibir inspiración”.

Actualmente la iglesia es mucho más para mí, no obstante, aquella hora era especial; estaba llena de quietud, paz y aprendizaje. Mi casa era donde yo alimentaba a mi familia. La iglesia era donde yo era alimentada. Sin embargo, en aquel momento asistir (ser alimentada) era lo único que quería. Ni siquiera se me había ocurrido hacerme miembro de la iglesia.

 Al pensar en ello ahora, me doy cuenta de que era como disfrutar de un banquete semanal que otros habían preparado, pero sin ofrecer ninguna ayuda. Sin embargo, eso no se me había ocurrido en aquel entonces, aunque los miembros de aquella querida iglesia siempre nos recibían con mucho agrado y amor. Yo estaba embarazada de nueve meses cuando nos mudamos allí, y después de asistir tan solo un domingo (nuestra hija nació al día siguiente), tres miembros de la iglesia me visitaron. Su amistad y compañerismo siguieron, y yo continué sentándome y sintiéndome alimentada también, durante tres años.

¿Te preguntas si en algún momento me afilié a la iglesia? Sí. ¿Qué me despertó? Comencé a aprender que en la iglesia dar es tan importante y gratificante como recibir.

Una de las parábolas de Jesús, relatada en el Evangelio de Lucas, dice: “Cierto hombre tenía una higuera plantada en su viña; y fue a buscar fruto de ella, y no lo halló. Y dijo al viñador: ‘Mira, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo hallo. Córtala. ¿Por qué ha de cansar la tierra?’ Él entonces, respondiendo, le dijo: ‘Señor, déjala por este año todavía, hasta que yo cave alrededor de ella, y le eche abono, y si da fruto el año que viene, bien; y si no, córtala’” (13:6-9, LBLA). Durante una semana esa parábola estuvo en la Lección-Sermón que se encuentra en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana. Aunque la había leído durante esos siete días, no fue sino hasta que la escuché leer durante el servicio religioso el domingo que abrió mi corazón para que vislumbrara la alegría y satisfacción de ser miembro de la iglesia.

 A primera vista la parábola no parece brindar mucha inspiración, ¿no es cierto? Pero esos “tres años” me hicieron pensar. ¿La higuera que no daba fruto? ¡Sentí que esa era yo! 

Cuando regresé a casa, busqué la frase “ha de cansar la tierra” en otras Biblias y comentarios. Los mismos usaban frases como “quita espacio” y “agota el suelo y bloquea el sol”. Me reí, sin embargo, eso era exactamente lo que yo estaba haciendo. (Mi abuelo hubiera dicho que me sentaba allí “como bulto en un tronco”.) 

Oh, ¡pero ese maravilloso viñador! Lo que él dijo realmente me llegó y encendió la luz en mi pensamiento. Él no consideraba de ningún modo que esa higuera que no daba higos fuera estéril. Solo veía su potencial. Y prometió cuidar de ella, cultivarla y alimentarla.

Para mí, ese viñador era el Cristo —la irresistible e imparable acción del Amor divino— que ahora yo comprendía había estado cultivando en mí, durante esos tres años, no solo mi creciente comprensión de Dios, sino también el creciente deseo de dar. Así que todo aquel “sentarse y sentirse alimentada” no había sido en vano. Yo estaba comprendiendo esas verdades que escuchaba y se afianzaban. Esta Ciencia del Cristo se estaba volviendo cada vez más importante para mí, y eso era lo que me estaba inspirando para querer dar, no solo recibir.

De modo que no fue un sentimiento de culpa por no ayudar, sino mi amor por lo que estaba obteniendo lo que me impulsó a querer formar parte de la misión de la iglesia. Y cualquier preocupación que hubiera tenido de que servir me apartaría de mi familia de pronto desapareció. Las palabras compromiso, dedicación y servicio ya no eran intimidantes, sino naturales.

Y fue entonces que la definición de Iglesia en el libro de Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, comenzó a cobrar vida para mí: “La estructura de la Verdad y el Amor; todo lo que descansa sobre el Principio divino y procede de él. 

“La Iglesia es aquella institución que da prueba de su utilidad y se halla elevando la raza, despertando el entendimiento dormido de las creencias materiales a la comprensión de las ideas espirituales y la demostración de la Ciencia divina, así echando fuera los demonios, o el error, y sanando a los enfermos” (pág. 583).

Reflexioné sobre esta definición y la retuve conmigo toda la semana, y sentí que me elevaba, despertando mi entendimiento dormido hasta ese momento, de manera que yo ya no podía simplemente “estar sentada alimentándome”. Di el paso y me hice miembro de la iglesia sin dudar.

Una amiga que también asistía me vio entregar la solicitud de afiliación, y me preguntó si estaba segura de que podía ser Científica Cristiana. “Con la ayuda de Dios, sé que puedo serlo”, le respondí. Los queridos miembros de la iglesia (algunos de los cuales me habían sugerido que me afiliara, pero nunca me habían empujado a hacerlo) deben de haber apreciado el potencial de todo aquel que se sentaba en los bancos, tal como el viñador estaba viendo el potencial de la higuera para ser fructífera. Y ellos también confiaban en que Dios nos lo mostraría igualmente, por medio de Su Cristo siempre activo.

Por supuesto, no se requiere necesariamente sentarse tres años en el banco para estar preparado, dispuesto y ser capaz de afiliarse a la iglesia y servir. Pero aprendí que no importa por cuánto tiempo le demos largas al asunto, el Cristo no deja de instruirnos, inspirarnos e impulsarnos hasta que escuchamos y obedecemos el llamado del Amor. ¿No es ese mismo Cristo, la influencia constante de Dios para bien, el que no se dio por vencido con los hijos de Israel? Les tomó cuarenta años dejar de lado sus titubeos, dudas y temores para entrar en la Tierra Prometida. Sin embargo, el Cristo de Dios cuidó de ellos todo el tiempo.

Y las últimas palabras de la parábola —expresadas por el viñador: “y si da fruto el año que viene, bien; y si no, córtala”— para mí, expresaban la convicción del Cristo de que eso nunca ocurriría, así de irresistible es el Cristo.

Para explorar más contenido similar a este, lo invitamos a registrarse para recibir notificaciones semanales del Heraldo. Recibirá artículos, grabaciones de audio y anuncios directamente por WhatsApp o correo electrónico. 

Registrarse

Más artículos en la web

La misión del Heraldo

 “... para proclamar la actividad y disponibilidad universales de la Verdad...”

                                                                                                          Mary Baker Eddy

Saber más acerca del Heraldo y su misión.